Ahí estaba el relojero,
dueño del tiempo,
inseparable de sus juguetes
cual niño y sonajero.
Minuto a minuto
veía pasar las horas,
sin olvidar los segundos.
Él se limitaba a observar.
No sabía hacer otra cosa,
ni tan siquiera hablar.
Todo había olvidado,
eran muchas horas en ese campanario
rodeado de máquinas del tiempo,
sin salir, encerrado.